En el año 2005 el gobierno español presidido por el socialista José Luis Rodríguez Zapatero, inició un proceso de regularización masiva de inmigrantes. Al final del proceso el ministro de Trabajo Jesús Caldera anunció que unos 600.000 inmigrantes habían obtenido el permiso necesario para residir legalmente en España. La oposición y varios gobiernos de la Unión Europea criticaron la medida adoptada unilateralmente por el gobierno español por considerar que la legalización masiva producía un efecto llamada que atraería a otros cientos de miles de inmigrantes, especialmente, del Norte de África y el África subsahariana. Estos son datos, lo que sigue a continuación, es en su mayor parte una ficción.-
Mamadou llevaba más de un mes esperando a embarcar para España. Junto con más de cien vivía en un albergue secreto para subsaharianos en la ciudad mauritana de Nuadibú. La casa estaba regentada por Ene, un moro blanco que había abandonado su profesión de ferretero para dedicarse al más lucrativo negocio de alojar emigrantes ilegales. Les cobraba mil quinientos ouidas -unos cinco euros- a la semana y ganaba más de quinientos euros al mes, seis veces más que el salario medio de un mauritano. Lo de albergue secreto era un decir. Todo el mundo sabía a que se dedicaba Ene y, por supuesto, también la policía, pero bastaba una módica cantidad para que le dejaran en paz. Allí Mamadou y los demás esperaban su oportunidad de embarcar en algún cayuco hacia las Canarias. Por la noche los emigrantes se reunían en el patio de la casa y alrededor de una improvisada hoguera cantaban canciones tradicionales de sus tierras. Unas eran alegres y hablaban de amor y vida y otras tristes que hablaban de desesperanza. Mamadou recostaba su cuerpo de metro ochenta en la pared y con sus inmensos ojos miraba el cielo limpio y estrellado de África soñando con un futuro de esperanza. El grupo se había ido incrementando con el paso del tiempo formando un variopinto conglomerado con jóvenes, no tan jóvenes y alguna mujer, de las más diversas procedencias: Senegal, Guinea, Costa de Marfil, Mali o Gambia. Había incluso dos mujeres embarazadas que esperaban para embarcar. Les habían dicho que si su hijo nacía en España, la madre y el padre tendrían derecho a quedarse. Pero todo eran rumores.-
El mundo de la emigración estaba plagado de rumores y Mamadou estaba harto de rumores. Hacía tres años que había salido de su aldea en Senegal. Con diecisiete años no veía futuro en aquella mísera vida. Pastorear cinco cabras y cultivar un poco de maíz no era suficiente. Había ido a la escuela y había aprendido lo suficiente para saber que quería algo más en esta vida. En la misma aldea eran varios los que ya se habían ido antes a Dakar, entre ellos su primo Cheikh, y él tomó la decisión de seguir el mismo camino. Dura fue la despedida de su padre Abdou y de su madre Awa y de sus cinco hermanos. Lloró cuando les abrazó porque no sabía si volvería a verlos algún día Después de catorce días andando y haciendo auto stop llegó a los alrededores de la gran ciudad. En Dakar, dos millones de habitantes, sin clanes ni tribus, cada cual subsiste como puede. La vida era muy dura. Mamadou trabajaba por el día en una obra y por la tarde, al caer el sol, hacía de camarero en un bar del puerto frecuentado por prostitutas y marineros. Aquello no era mucho mejor que la vida en la aldea. Cuando se juntaba con otros jóvenes las conversaciones siempre terminaban en el mismo tema recurrente: viajar a Europa en busca de un futuro mejor. Europa era la meta. Pero ¿cómo llegar hasta allí?. En Dakar Mamadou había encontrado a su primo Cheikh. El hacía un año que había dejado la aldea y estaba ahorrando para el gran viaje. Mamadou decidió que él también viajaría a Europa. Ahorraría para el viaje y tomaría la tounkara, como llaman al sur del Sahel a la ruta que los africanos emprenden para llegar a Europa.-
Tras meses y meses de ahorro al fin había podido reunir unos cientos de euros, cantidad que Mamadou y su primo Cheikh creían suficiente para el viaje. Se subieron a un camión, como otros muchos que seguían su mismo camino. Era un río humano en dirección al norte. Después de varios días de viaje por carreteras polvorientas y varios trasbordos de camión, llegaron al río Senegal que separa Senegal de su vecino Mauritania. Para pasar a la ciudad mauritana de Rosso fue necesario sobornar a los policías fronterizos de uno y otro país. Pero el viaje debía continuar hacía el norte. En Mauritania la población, mayoritariamente árabe y berebere, les miraba con altivez y evidente desprecio.-
Después de varias semanas viajando al fin llegaron a Nuadibú al norte de Mauritania. En la ciudad y sus alrededores miles de subsaharianos nutrían el lucrativo negocio de la emigración ilegal. Todos esperaban la llegada del contacto mauritano que les dijera cuándo y dónde tenían que embarcar en el cayuco que les llevaría a España y el precio que tenían que pagar. Por el día deambulaban por la ciudad. No hacía falta esconderse. La policía sabía quienes eran y lo que esperaban. La posibilidad que les repatriasen a sus países de origen era más que remota. En las playas la vigilancia se reduce a varios soldados que hacen turnos en el faro que hay en la punta del Cabo Blanco, a quince kilómetros al norte de la ciudad. Allí con sus prismáticos pueden ver cruzar los cayucos en dirección norte. Es una zona peligrosa con fuertes vientos y han presenciado desde allí más de un naufragio sin poder hacer nada por los emigrantes que se debatían sobre las olas como pájaros mojados. La mayoría no sabe ni nadar. Los soldados sólo tienen una linterna y un silbato, ninguna radio. Tampoco tendrían a quien avisar de los naufragios. El gobierno mauritano solo tiene dos patrulleras para vigilar mil kilómetros de costa y una de ellas, además, yace averiada en el dique seco del puerto desde hace meses.-
Algunas tardes Mamadou y su primo Cheikh recorrían las dunas y las playas del norte de la ciudad. Allí habían conocido a otros grupos de emigrantes que ocultos esperaban la salida hacía Canarias. Un día llegaron más al norte hasta la playa de Cabo Blanco. Los restos de los naufragios ocupaban metros y metros de arena. En la playa se podían ver las dos casetas que en su día hicieron de improvisados puestos de control de las autoridades mauritanas. Estaban abandonadas desde hacía años. Un cayuco permanecía varado muy cerca de la orilla. Eran los restos de un naufragio reciente. En su interior se podían ver algunas de las pertenencias que llevaban los inmigrantes. Junto a él había un cuerpo arrojado por el mar. Estaba hinchado por el agua, era imposible distinguir sus facciones. Mamadou tuvo que apartar su rostro. No soportaba su visión, pero a la vez algo le atraía hacía aquel cuerpo abandonado en la playa. Mamadou y su primo Cheikh sabían de los naufragios y que algunos emigrantes no llegaban nunca a su destino. Por la noche, al calor de la hoguera en el patio de la casa de Ene, hablaban de eso. Aunque no lo decían claramente, tenían miedo. Miedo a la muerte en el mar. Todos eran religiosos y en el fondo de su ser le pedían a Dios un destino mejor que el de aquellos que la marea arrastraba a las playas.-
Un día llegó al albergue de Ene el mauritano que estaban esperando. Se llamaba Ahmed y era un berebere, antiguo pescador de la zona, que ahora se dedicaba a conseguir los cayucos que luego vendía a los inmigrantes que desesperados esperaban para cruzar el Atlántico hasta las Islas Canarias. Les dijo que tenía un cayuco preparado en el que cabían sesenta personas que tendrían que pagar quinientos euros cada uno para subir a la barca. No había espacio para todos, ya que el grupo que habitaba la casa pasaba de las cien personas. Esa noche, al calor de la hoguera, decidieron sortear los puestos. Ni Mamadou ni su primo Cheikh estuvieron entre los afortunados. A la mañana siguiente, antes de que amaneciera, llegó Ahmed y el grupo de los sesenta se despidió de los demás. Sabían que no iban a un viaje de placer y el miedo marcaba sus rostros. Varias mujeres y algún adolescente formaban el grupo. Los que se quedaban les desearon lo mejor y le rezaron a Dios para que les protegiese.
Unos días después de la partida un hombre llegó al albergue de Ene. Algunos ya lo conocían porque habían oído hablar de él. Era el padre Jerome, un sacerdote católico que dirigía una pequeña iglesia y una escuela. Una labor difícil en un país musulmán. El padre les dijo que hacía unos días había naufragado un cayuco y el mar había expulsado a la playa varias decenas de cuerpos. Al saber que de ese grupo había partido un cayuco unos días antes, les pidió que algunos de ellos les acompañara al depósito de cadáveres para intentar reconocer los cuerpos y enviarlos a sus familiares. Mamadou, Cheikh y otros dos subieron al vehículo. Durante el viaje por la ciudad el padre Jerome les contó que, aunque nadie sabía la cifra exacta, él pensaba que al menos la mitad de los emigrantes que salían en cayuco perdían la vida en el mar. Él servía de enlace entre aquellos que intentaban cruzar a España y sus familiares y cuando los emigrantes llegaban a su destino le avisaban para que se lo comunicase a sus familias, pero solo la mitad de los que salían le llamaban. Les contó que en un cajón guardaba las cartas de los triunfadores de Nuadibú, de aquellos que lo habían conseguido. En ese cajón faltaba las cartas de muchos. Mamadou, su primo y los otros dos se miraban nerviosos. No era más que otro rumor de los muchos que corrían, pero el padre Jerome parecía hablar con mucha seguridad. Les contó como las autoridades españolas presionaban al gobierno mauritano para que controlase la emigración ilegal y como le pagaba importantes sumas de dinero para comprar camiones y lanchas para vigilar las playas y el mar, pero ese dinero no iba a parar a donde los españoles querían.-
En el depósito de cadáveres de Nuadibú, un edificio destartalado, pudieron ver sobre mesas de piedra los cuerpos hacinados de quince personas. Sus caras estaban desfiguradas y sus cuerpos hinchados por el agua. A Mamadou le recordaban a aquel cuerpo que había visto en la playa de Cabo Blanco. A duras penas pudieron reconocer a algunos de ellos, pero si que eran del grupo que salió del albergue de Ene. Le dijeron sus nombres al padre Jerome y al encargado del depósito, pero no la dirección de sus familiares, ya que tan solo sabían sus países de origen. El regreso fue silencioso y tenso. Las palabras del padre Jerome habían hecho anidar la intranquilidad en sus corazones. Por la noche, alrededor de la hoguera, Namadou les contó a los demás lo que el sacerdote les había dicho. El silencio era sepulcral. Habían oído historias parecidas antes, pero nadie se lo había contado de forma tan cruda. La mitad de los que allí había no vivirían para contar el viaje que iban a emprender. Aquella noche no hubo cantos. Todos se fueron a dormir, aunque pocos pudieron conciliar el sueño.-
Tres días después, regresó Ahmed, el ambiente seguía muy tenso. Apenas pudo hablar para decir que tenía otro cayuco preparado, y los subsaharianos le bombardearon con reproches. Le acusaron de llevarles a una muerte segura. El les contestó que nunca les había engañado. Siempre les había dicho que era un viaje difícil, pero que el premio merecía la pena. Ellos le acusaron de traficar con sus vidas por mero interés económico. Por supuesto que él no negó que aquello lo hacía por dinero, pero ellos a cambió ganaban un pasaje hacía un futuro mejor. Aquella discusión no sirvió para tranquilizar los ánimos, y el nerviosismo continuó en el grupo.
Dos días después regresó Ahmed. Traía unas hojas plastificadas de un periódico mauritano. El grupo se arremolinó alrededor del berebere. Allí pudieron leer en francés unas declaraciones en las que el ministro de trabajo del gobierno español decía que en el último año se habían legalizado seiscientos mil inmigrantes que ya estaban trabajando, ya que la economía española había creado más de un millón de empleos, que solo en los últimos meses se habían concedido ciento treinta mil permisos de residencia y que seguía siendo necesario contratar más personas en el exterior para trabajar en España. Los subsaharianos se pasaban las hojas unos a otros y las leían comentándolas. Ahmed les dijo que por supuesto el viaje era duro y peligroso, muchos morían, pero allí –dijo señalando donde estaba el mar- está España, Europa y un futuro de trabajo. A la mañana siguiente, volvería y el que quisiese podría pagar el billete y venirse con él a por el cayuco.-
Aquella noche también hubo canciones alrededor de la hoguera. No eran alegres. Hacía días que no cantaban canciones alegres. A menudo se interrumpían para comentar unos con otros. Discutían nerviosos, se acaloraban y acababan chillando. Estaban nerviosos. Muchos no sabían que hacer. Otros habían tomado ya la decisión de arriesgarse. Mamadou y su primo Cheikh irían. Otros muchos decían que no, pero tampoco volverían a sus lugares de origen. Esperarían, no sabían el qué ni para qué. Aquella noche pocos pudieron conciliar el sueño.
Antes de que el sol apareciese por el horizonte, llegó Ahmed. Interrogó al grupo y al final setenta le pagaron los quinientos euros que costaba el pasaje. Precio de crucero turístico para un viaje en un ataúd flotante. Entre ellos estaban Mamadou y su primo Cheikh. También en el grupo iban una mujer embarazada y dos menores, tras media hora de viaje llegaron a una playa del norte de Nuadibú donde varado en la arena estaba el cayuco cargado de latas de sardinas, pescado seco, galletas y cacahuetes, doscientos litros de agua y mil doscientos de gasolina. Ahmed les entregó un GPS explicándoles su funcionamiento e indicándoles hacía un punto indeterminado del mar, les dijo –hacía allí, a ochocientos kilómetros, siempre hacía el noroeste, está España, hacía allí tenéis que ir y en tres días llegareis- y sin despedirse ni desearles ni siquiera suerte, se dio la vuelta y desapareció entre las sombras de la noche.-
La travesía se inició cuando las primeras luces del sol clareaban el día. Nada más iniciar su viaje se percataron de lo precaria de su embarcación. Aunque la mar estaba bastante tranquila y las olas no superaban el metro de altura, eran suficiente para zarandear la embarcación. Mamadou y los demás temblaban de pensar que pasaría si se levantaba un temporal fuerte. El motor yamaha de cuarenta caballos de potencia empujaba lentamente el cayuco que estaba sobrecargado en exceso. Llevaban varias horas de viaje y aún no habían perdido de vista la costa mauritana. El sol calentaba con fuerza. El agua de mar, salpicada golpeaba sus caras. Tenían sed, pero bebían con moderación y siguiendo turnos establecidos. El agua no podía faltar. Cuando se acababa el combustible del depósito, lo rellenaban. Lo hacían con cuidado, pero aún así no podían evitar que una parte cayera al fondo del cayuco donde se mezclaba con el agua que las olas al golpear salpicaban dentro de la embarcación, formando una sustancia viscosa que mojaba los pies de los embarcados. Los navegantes oteaban el horizonte en todas las direcciones y se miraban unos a otros sin apenas intercambiar palabras. Así pasaron el primer día de travesía. Siempre en dirección noroeste, en busca de las costas españolas. La noche cayó sobre ellos y las temperaturas bajaron bruscamente. El frió era muy intenso. Estaban húmedos y se tapaban como podían con las pocas mantas que había. Esa noche no hubo canciones. Todas temblaban acurrucados unos con otros. Los que peor lo pasaban eran la joven embarazada y los dos menores.
Al norte, en la isla española de Lanzarote, el presidente del gobierno español José Luis Rodríguez Zapatero disfrutaba de sus últimos días de vacaciones en la residencia de La Mareta junto con su esposa Sonsoles Espinosa, y sus dos hijas, Laura y Alba. La casa situada junto al mar, en Costa Teguise, fue un regalo del Rey Hussein de Jordania al rey de España Don Juan Carlos, que, a su vez, la cedió, a Patrimonio Nacional. Era el segundo verano que el presidente y su familia pasaba en esta residencia. El Estado español se había gastado más de doscientos setenta mil euros en acondicionar la casa para la familia Zapatero, unas obras que fueron supervisadas por la propia esposa del presidente español. Aquel día de verano José Luis Rodríguez Zapatero había disfrutado al atardecer de un partido de baloncesto en la propia pista de la residencia. Casi nueve mil euros había costado pintar y marcar la cancha. Jose Miguel Contreras, consejero delegado de la cadena de televisión La Sexta, un escolta y un joven asesor del propio presidente habían sido sus compañeros de partido. En un descanso, Zapatero había estado departiendo con uno de sus asesores sobre las últimas encuestas. La inmigración ilegal había pasado a ser la principal preocupación de los españoles, por encima incluso del terrorismo. No era de extrañar. En un solo fin de semana más de ochocientos cincuenta inmigrantes habían llegado en cayuco a las Islas Canarias. El continuo flujo de cayucos a las costas canarias eran portada diaria en los periódicos españoles y en los informativos de televisión y no había día que no ofreciesen las imágenes de inmigrantes muertos en las playas españolas. Incluso las encuestas confidenciales que manejaba el gobierno, esas de uso interno que nunca se publicaban en la prensa, señalaba a la inmigración ilegal como causa de la bajada en dos décimas en la apreciación de la imagen que los españoles tenían del presidente del gobierno. Rodríguez Zapatero quería acabar con esos titulares que socavaban la credibilidad de su gobierno y su propia imagen personal. Y la marea no parecía tener fin, ya que el presidente disponía de informes de los servicios de inteligencia de la Policía española según los cuales podía haber más de cuatro mil cayucos en las costas mauritanas preparadas para intentar la travesía hasta el archipiélago canario. Además del efecto en la opinión publica, Coalición Canaria, el partido que gobernaba las Islas y su socio en el parlamento español, no paraba de presionar al gobierno para que tomara medidas que acabaran con esa avalancha humana. A la vuelta de las vacaciones habría que tomar medidas, tanto por parte del Ministerio del Interior para reforzar la vigilancia como por el de Ministerio de Asuntos Exteriores para presionar a los países de origen. El día anterior había estado hablando con el Ministro de Trabajo, Jesús Caldera, para comentar los buenos resultados de la última reforma laboral, pero nada había hablado sobre inmigración. En el descanso de partido también habló con su amigo José Miguel Contreras sobre el tratamiento informativo de la emigración y también sobre los primeros pasos de la nueva cadena televisiva, La Sexta. Si -pensó Zapatero- a la vuelta de las vacaciones habría que tomar medidas, dos décimas de bajada en su imagen pública era preocupante. Pero ahora iba a continuar disfrutando de una tarde maravillosa sobre la costa Teguise. Junto a la cancha de baloncesto, en la piscina, su esposa Sonsoles Espinosa, recostada en una hamaca, disfrutaba con la lectura del Vogue.-
Al sur, cerca de las costas mauritanas, el amanecer sorprendió a los navegantes con olas de más de tres metros. El cayuco se zarandeaba de un lado a otro y los subsaharianos se acurrucaban intentando parapetarse tras los paramentos de la embarcación. La tarea de llenar de gasolina el depósito del motor se había convertido en un trabajo complicado. La gasolina desparramada iba a parar al fondo de la barca, con el agua y los vómitos, ya que todos ellos tenían el estomago revuelto. La comida estaba empapada y el fuerte aire golpeaba sus rostros, quemándoles la piel. Aquello era un infierno. En mas de una ocasión alguna ola golpeo con tal brutalidad la embarcación que ésta parecía que iba a volcar. Entraba tanta agua que todos tenían que achicarla aun con las propias manos para evitar que la barca fuera a plomo al fondo del océano. Un cielo plomizo confundían en el horizonte el mar y el cielo siendo imposible distinguir donde terminaba uno y donde empezaba el otro. El temporal duró tres días que fueron los más largos en la vida de Mamadou. Durante ese tiempo, el temporal los había empujado hacía el nordeste, acercándolos a las costas del Sahara, y el GPS les indicaba que todavía estaban a cuatrocientos kilómetros de España. Las costas de Gran Canaria y Fuerteventura parecían ser las más próximas. El agua se había terminado y la comida escaseaba. Esa noche habían perdido a un joven guineano, muerto por culpa del intenso frío. La muerte del compañero de viaje les había asestado un duro golpe a la moral de resistencia.
El quinto día de navegación amaneció con un mar más calmado. El sol comenzó a calentar y a mitad de día caía a plomo sobre la embarcación. La mezcla de agua salada, la gasolina y los rayos del sol había provocado úlceras en las piernas de la mayoría. Los labios se les habían cortado y hubieran tenido difícil comer, si es que hubieran tenido algo que llevarse a la boca, porque las provisiones se habían acabado, así como el agua. Había varios que estaban extremadamente débiles, especialmente la mujer embarazada y los niños. El motor ronroneaba empujando la embarcación en dirección noroeste. El temporal había perjudicado seriamente su potencia y apenas avanzaban unos cinco kilómetros a la hora. Ya solo unos pocos tenían fuerzas para achicar el agua y llenar el depósito del motor. Mamadou y su primo Cheikh sentían que las fuerzas se le escapaban. Especialmente Cheikh, que pasaba la mayor parte del tiempo adormilado y sin apenar fuerzas para incorporarse. El frío durante la noche era intensísimo. Perdieron la noción del tiempo. Se turnaban para gobernar la embarcación, pero en más de una ocasión aquel a quien le tocaba, ya no se levantaba. Perdían el conocimiento, como paso previo a la muerte por frío e inanición. Optaron por arrojar los cadáveres por la borda, algo contrario a su religión, pero una medida necesaria por salubridad. Mamadou lloró lagrimas de rabia e impotencia cuando tuvo que lanzar por la borda el cuerpo de la joven embarazada y los de los dos niños. Ya no sabía los días que llevaban en el mar. El GPS no funcionaba. O se habían acabado las pilas o el temporal lo había estropeado. La última indicación señalaba que la isla española de Fuerteventura estaba a cincuenta y cinco kilómetros hacia el oeste, pero ya apenas tenía fuerzas para gobernar la embarcación. Cheikh yacía en la barca. No se movía y apenas abría los ojos unos minutos al día. Mamadou se abrazaba a él durante las noches intentando darse calor mutuamente. Le susurraba al oído palabras de ánimo, pero una noche de intenso frío murió en sus brazos.-
A unos ochenta kilómetros al norte, la familia del presidente de gobierno español José Luis Rodríguez Zapatero había decidido aprovechar que el día había amanecido con un mar en calma después de varios días de temporal, para salir de excursión marítima por las calas del sureste de Lanzarote. Así Sonsoles Espinosa, esposa del presidente, podría practicar su deporte favorito, el buceo. La embarcación del presidente iba escoltada por tres lanchas zodiacs de la Guardia Civil ocupadas por agentes del Servicio Especial de Actividades Subacuáticas de la Guardia Civil y personal de Seguridad de La Moncloa adiestrados en el buceo y que se zambullirían junto a la esposa del presidente para velar por su seguridad. A una milla la patrullera M 04 de la Guardia Civil vigilaba para que nadie accediese a la zona acordonada para el disfrute y la tranquilidad de la familia del presidente. Esta patrullera con base en Fuerteventura había sustituido a la que habitualmente patrullaba las costas de Lanzarote y que estaba en reparación después de chocar en las inmediaciones de Órzola. Mientras su esposa bucea, Rodríguez Zapatero hojea El País en la cubierta del yate.
En el cayuco ya solo Mamadou dirige como puede la embarcación. Apenas tiene fuerzas para llenar el depósito del motor cuando se vacía. Algunos bebieron desesperados agua de mar y han muerto delirando. Los cuerpos de los fallecidos están hacinados en el suelo, ya nadie achica el agua y los cuerpos flotan sobre el agua que se ha acumulado en el fondo de la embarcación. Ya nadie tiene fuerzas para arrojarlos por la borda. El olor que desprenden los cuerpos de los fallecidos hace días es insoportable. Con el timón fuertemente aferrado, Mamadou dirige el cayuco siempre hacía el oeste haciendo un supremo esfuerzo de supervivencia. A veces parece descubrir tierra en el horizonte, pero es tan solo un espejismo. Poco a poco va desfalleciendo, cierra los ojos y sueña con su aldea, con su padre Abdou y su madre Awa, corretea alrededor de su pequeña casa de adobe junto a sus amigos de la infancia. En su sueño mira al cielo de África y aquel sol de su infancia es el último pensamiento que corre por su mente antes de fallecer. Su cuerpo quedó apoyado sobre el timón y así fue como lo encontraron los hombres de la embarcación de la Cruz Roja española que descubrieron el cayuco. Estaba apenas a siete millas de la costa de Fuerteventura. La noticia al día siguiente en los periódicos y en los informativos de televisión españoles fue que un cayuco con treinta y ocho subsaharianos fallecidos a bordo había sido descubierto por una embarcación de la Cruz Roja a escasas millas de las costas canarias. Lo que no podrían contar sería los detalles del drama vivido en la embarcación. Setenta vidas habían quedado truncadas en busca de su sueño de una vida mejor. Al fin y al cabo cada uno de ellos buscaba lo mismo que todos nosotros: una vida mejor para ellos y los suyos.
En marzo de 2008 el PSOE ganó las elecciones y José Luis Rodríguez Zapatero volverá a ser presidente del gobierno durante la próxima legislatura. A los pocos días de su victoria, Zapatero anunció a Jesús Caldera, hasta entonces ministro de Trabajo, que no continuaría en el gobierno. Corre por los medios periodísticos una conversación entre Zapatero y Caldera, cuya autenticidad se ha confirmado por el entorno de ambos. "Jesús, te vas por que tu política de inmigración me ha costado muchos votos" –le dijo Zapatero al ministro Caldera, que le respondió "Será la tuya, presidente", terminando la conversación cuando Zapatero le dijo "Bueno. Es lo mismo, el que se va eres tú".
En el cementerio de Puerto del Rosario en la Isla de Fuerteventura entre los varios nichos anónimos de emigrantes fallecidos hay uno con una inscripción sobre el cemento sin lucir que dice “D.E.P. Emigrante sin identificar. 27-08-2006”. Allí, sin que nadie lo sepa, yace Mamadou. Lejos de los suyos, sin nadie que le rece ni cuide de su tumba. El triste destino de cientos y cientos de inmigrantes.-
Mamadou llevaba más de un mes esperando a embarcar para España. Junto con más de cien vivía en un albergue secreto para subsaharianos en la ciudad mauritana de Nuadibú. La casa estaba regentada por Ene, un moro blanco que había abandonado su profesión de ferretero para dedicarse al más lucrativo negocio de alojar emigrantes ilegales. Les cobraba mil quinientos ouidas -unos cinco euros- a la semana y ganaba más de quinientos euros al mes, seis veces más que el salario medio de un mauritano. Lo de albergue secreto era un decir. Todo el mundo sabía a que se dedicaba Ene y, por supuesto, también la policía, pero bastaba una módica cantidad para que le dejaran en paz. Allí Mamadou y los demás esperaban su oportunidad de embarcar en algún cayuco hacia las Canarias. Por la noche los emigrantes se reunían en el patio de la casa y alrededor de una improvisada hoguera cantaban canciones tradicionales de sus tierras. Unas eran alegres y hablaban de amor y vida y otras tristes que hablaban de desesperanza. Mamadou recostaba su cuerpo de metro ochenta en la pared y con sus inmensos ojos miraba el cielo limpio y estrellado de África soñando con un futuro de esperanza. El grupo se había ido incrementando con el paso del tiempo formando un variopinto conglomerado con jóvenes, no tan jóvenes y alguna mujer, de las más diversas procedencias: Senegal, Guinea, Costa de Marfil, Mali o Gambia. Había incluso dos mujeres embarazadas que esperaban para embarcar. Les habían dicho que si su hijo nacía en España, la madre y el padre tendrían derecho a quedarse. Pero todo eran rumores.-
El mundo de la emigración estaba plagado de rumores y Mamadou estaba harto de rumores. Hacía tres años que había salido de su aldea en Senegal. Con diecisiete años no veía futuro en aquella mísera vida. Pastorear cinco cabras y cultivar un poco de maíz no era suficiente. Había ido a la escuela y había aprendido lo suficiente para saber que quería algo más en esta vida. En la misma aldea eran varios los que ya se habían ido antes a Dakar, entre ellos su primo Cheikh, y él tomó la decisión de seguir el mismo camino. Dura fue la despedida de su padre Abdou y de su madre Awa y de sus cinco hermanos. Lloró cuando les abrazó porque no sabía si volvería a verlos algún día Después de catorce días andando y haciendo auto stop llegó a los alrededores de la gran ciudad. En Dakar, dos millones de habitantes, sin clanes ni tribus, cada cual subsiste como puede. La vida era muy dura. Mamadou trabajaba por el día en una obra y por la tarde, al caer el sol, hacía de camarero en un bar del puerto frecuentado por prostitutas y marineros. Aquello no era mucho mejor que la vida en la aldea. Cuando se juntaba con otros jóvenes las conversaciones siempre terminaban en el mismo tema recurrente: viajar a Europa en busca de un futuro mejor. Europa era la meta. Pero ¿cómo llegar hasta allí?. En Dakar Mamadou había encontrado a su primo Cheikh. El hacía un año que había dejado la aldea y estaba ahorrando para el gran viaje. Mamadou decidió que él también viajaría a Europa. Ahorraría para el viaje y tomaría la tounkara, como llaman al sur del Sahel a la ruta que los africanos emprenden para llegar a Europa.-
Tras meses y meses de ahorro al fin había podido reunir unos cientos de euros, cantidad que Mamadou y su primo Cheikh creían suficiente para el viaje. Se subieron a un camión, como otros muchos que seguían su mismo camino. Era un río humano en dirección al norte. Después de varios días de viaje por carreteras polvorientas y varios trasbordos de camión, llegaron al río Senegal que separa Senegal de su vecino Mauritania. Para pasar a la ciudad mauritana de Rosso fue necesario sobornar a los policías fronterizos de uno y otro país. Pero el viaje debía continuar hacía el norte. En Mauritania la población, mayoritariamente árabe y berebere, les miraba con altivez y evidente desprecio.-
Después de varias semanas viajando al fin llegaron a Nuadibú al norte de Mauritania. En la ciudad y sus alrededores miles de subsaharianos nutrían el lucrativo negocio de la emigración ilegal. Todos esperaban la llegada del contacto mauritano que les dijera cuándo y dónde tenían que embarcar en el cayuco que les llevaría a España y el precio que tenían que pagar. Por el día deambulaban por la ciudad. No hacía falta esconderse. La policía sabía quienes eran y lo que esperaban. La posibilidad que les repatriasen a sus países de origen era más que remota. En las playas la vigilancia se reduce a varios soldados que hacen turnos en el faro que hay en la punta del Cabo Blanco, a quince kilómetros al norte de la ciudad. Allí con sus prismáticos pueden ver cruzar los cayucos en dirección norte. Es una zona peligrosa con fuertes vientos y han presenciado desde allí más de un naufragio sin poder hacer nada por los emigrantes que se debatían sobre las olas como pájaros mojados. La mayoría no sabe ni nadar. Los soldados sólo tienen una linterna y un silbato, ninguna radio. Tampoco tendrían a quien avisar de los naufragios. El gobierno mauritano solo tiene dos patrulleras para vigilar mil kilómetros de costa y una de ellas, además, yace averiada en el dique seco del puerto desde hace meses.-
Algunas tardes Mamadou y su primo Cheikh recorrían las dunas y las playas del norte de la ciudad. Allí habían conocido a otros grupos de emigrantes que ocultos esperaban la salida hacía Canarias. Un día llegaron más al norte hasta la playa de Cabo Blanco. Los restos de los naufragios ocupaban metros y metros de arena. En la playa se podían ver las dos casetas que en su día hicieron de improvisados puestos de control de las autoridades mauritanas. Estaban abandonadas desde hacía años. Un cayuco permanecía varado muy cerca de la orilla. Eran los restos de un naufragio reciente. En su interior se podían ver algunas de las pertenencias que llevaban los inmigrantes. Junto a él había un cuerpo arrojado por el mar. Estaba hinchado por el agua, era imposible distinguir sus facciones. Mamadou tuvo que apartar su rostro. No soportaba su visión, pero a la vez algo le atraía hacía aquel cuerpo abandonado en la playa. Mamadou y su primo Cheikh sabían de los naufragios y que algunos emigrantes no llegaban nunca a su destino. Por la noche, al calor de la hoguera en el patio de la casa de Ene, hablaban de eso. Aunque no lo decían claramente, tenían miedo. Miedo a la muerte en el mar. Todos eran religiosos y en el fondo de su ser le pedían a Dios un destino mejor que el de aquellos que la marea arrastraba a las playas.-
Un día llegó al albergue de Ene el mauritano que estaban esperando. Se llamaba Ahmed y era un berebere, antiguo pescador de la zona, que ahora se dedicaba a conseguir los cayucos que luego vendía a los inmigrantes que desesperados esperaban para cruzar el Atlántico hasta las Islas Canarias. Les dijo que tenía un cayuco preparado en el que cabían sesenta personas que tendrían que pagar quinientos euros cada uno para subir a la barca. No había espacio para todos, ya que el grupo que habitaba la casa pasaba de las cien personas. Esa noche, al calor de la hoguera, decidieron sortear los puestos. Ni Mamadou ni su primo Cheikh estuvieron entre los afortunados. A la mañana siguiente, antes de que amaneciera, llegó Ahmed y el grupo de los sesenta se despidió de los demás. Sabían que no iban a un viaje de placer y el miedo marcaba sus rostros. Varias mujeres y algún adolescente formaban el grupo. Los que se quedaban les desearon lo mejor y le rezaron a Dios para que les protegiese.
Unos días después de la partida un hombre llegó al albergue de Ene. Algunos ya lo conocían porque habían oído hablar de él. Era el padre Jerome, un sacerdote católico que dirigía una pequeña iglesia y una escuela. Una labor difícil en un país musulmán. El padre les dijo que hacía unos días había naufragado un cayuco y el mar había expulsado a la playa varias decenas de cuerpos. Al saber que de ese grupo había partido un cayuco unos días antes, les pidió que algunos de ellos les acompañara al depósito de cadáveres para intentar reconocer los cuerpos y enviarlos a sus familiares. Mamadou, Cheikh y otros dos subieron al vehículo. Durante el viaje por la ciudad el padre Jerome les contó que, aunque nadie sabía la cifra exacta, él pensaba que al menos la mitad de los emigrantes que salían en cayuco perdían la vida en el mar. Él servía de enlace entre aquellos que intentaban cruzar a España y sus familiares y cuando los emigrantes llegaban a su destino le avisaban para que se lo comunicase a sus familias, pero solo la mitad de los que salían le llamaban. Les contó que en un cajón guardaba las cartas de los triunfadores de Nuadibú, de aquellos que lo habían conseguido. En ese cajón faltaba las cartas de muchos. Mamadou, su primo y los otros dos se miraban nerviosos. No era más que otro rumor de los muchos que corrían, pero el padre Jerome parecía hablar con mucha seguridad. Les contó como las autoridades españolas presionaban al gobierno mauritano para que controlase la emigración ilegal y como le pagaba importantes sumas de dinero para comprar camiones y lanchas para vigilar las playas y el mar, pero ese dinero no iba a parar a donde los españoles querían.-
En el depósito de cadáveres de Nuadibú, un edificio destartalado, pudieron ver sobre mesas de piedra los cuerpos hacinados de quince personas. Sus caras estaban desfiguradas y sus cuerpos hinchados por el agua. A Mamadou le recordaban a aquel cuerpo que había visto en la playa de Cabo Blanco. A duras penas pudieron reconocer a algunos de ellos, pero si que eran del grupo que salió del albergue de Ene. Le dijeron sus nombres al padre Jerome y al encargado del depósito, pero no la dirección de sus familiares, ya que tan solo sabían sus países de origen. El regreso fue silencioso y tenso. Las palabras del padre Jerome habían hecho anidar la intranquilidad en sus corazones. Por la noche, alrededor de la hoguera, Namadou les contó a los demás lo que el sacerdote les había dicho. El silencio era sepulcral. Habían oído historias parecidas antes, pero nadie se lo había contado de forma tan cruda. La mitad de los que allí había no vivirían para contar el viaje que iban a emprender. Aquella noche no hubo cantos. Todos se fueron a dormir, aunque pocos pudieron conciliar el sueño.-
Tres días después, regresó Ahmed, el ambiente seguía muy tenso. Apenas pudo hablar para decir que tenía otro cayuco preparado, y los subsaharianos le bombardearon con reproches. Le acusaron de llevarles a una muerte segura. El les contestó que nunca les había engañado. Siempre les había dicho que era un viaje difícil, pero que el premio merecía la pena. Ellos le acusaron de traficar con sus vidas por mero interés económico. Por supuesto que él no negó que aquello lo hacía por dinero, pero ellos a cambió ganaban un pasaje hacía un futuro mejor. Aquella discusión no sirvió para tranquilizar los ánimos, y el nerviosismo continuó en el grupo.
Dos días después regresó Ahmed. Traía unas hojas plastificadas de un periódico mauritano. El grupo se arremolinó alrededor del berebere. Allí pudieron leer en francés unas declaraciones en las que el ministro de trabajo del gobierno español decía que en el último año se habían legalizado seiscientos mil inmigrantes que ya estaban trabajando, ya que la economía española había creado más de un millón de empleos, que solo en los últimos meses se habían concedido ciento treinta mil permisos de residencia y que seguía siendo necesario contratar más personas en el exterior para trabajar en España. Los subsaharianos se pasaban las hojas unos a otros y las leían comentándolas. Ahmed les dijo que por supuesto el viaje era duro y peligroso, muchos morían, pero allí –dijo señalando donde estaba el mar- está España, Europa y un futuro de trabajo. A la mañana siguiente, volvería y el que quisiese podría pagar el billete y venirse con él a por el cayuco.-
Aquella noche también hubo canciones alrededor de la hoguera. No eran alegres. Hacía días que no cantaban canciones alegres. A menudo se interrumpían para comentar unos con otros. Discutían nerviosos, se acaloraban y acababan chillando. Estaban nerviosos. Muchos no sabían que hacer. Otros habían tomado ya la decisión de arriesgarse. Mamadou y su primo Cheikh irían. Otros muchos decían que no, pero tampoco volverían a sus lugares de origen. Esperarían, no sabían el qué ni para qué. Aquella noche pocos pudieron conciliar el sueño.
Antes de que el sol apareciese por el horizonte, llegó Ahmed. Interrogó al grupo y al final setenta le pagaron los quinientos euros que costaba el pasaje. Precio de crucero turístico para un viaje en un ataúd flotante. Entre ellos estaban Mamadou y su primo Cheikh. También en el grupo iban una mujer embarazada y dos menores, tras media hora de viaje llegaron a una playa del norte de Nuadibú donde varado en la arena estaba el cayuco cargado de latas de sardinas, pescado seco, galletas y cacahuetes, doscientos litros de agua y mil doscientos de gasolina. Ahmed les entregó un GPS explicándoles su funcionamiento e indicándoles hacía un punto indeterminado del mar, les dijo –hacía allí, a ochocientos kilómetros, siempre hacía el noroeste, está España, hacía allí tenéis que ir y en tres días llegareis- y sin despedirse ni desearles ni siquiera suerte, se dio la vuelta y desapareció entre las sombras de la noche.-
La travesía se inició cuando las primeras luces del sol clareaban el día. Nada más iniciar su viaje se percataron de lo precaria de su embarcación. Aunque la mar estaba bastante tranquila y las olas no superaban el metro de altura, eran suficiente para zarandear la embarcación. Mamadou y los demás temblaban de pensar que pasaría si se levantaba un temporal fuerte. El motor yamaha de cuarenta caballos de potencia empujaba lentamente el cayuco que estaba sobrecargado en exceso. Llevaban varias horas de viaje y aún no habían perdido de vista la costa mauritana. El sol calentaba con fuerza. El agua de mar, salpicada golpeaba sus caras. Tenían sed, pero bebían con moderación y siguiendo turnos establecidos. El agua no podía faltar. Cuando se acababa el combustible del depósito, lo rellenaban. Lo hacían con cuidado, pero aún así no podían evitar que una parte cayera al fondo del cayuco donde se mezclaba con el agua que las olas al golpear salpicaban dentro de la embarcación, formando una sustancia viscosa que mojaba los pies de los embarcados. Los navegantes oteaban el horizonte en todas las direcciones y se miraban unos a otros sin apenas intercambiar palabras. Así pasaron el primer día de travesía. Siempre en dirección noroeste, en busca de las costas españolas. La noche cayó sobre ellos y las temperaturas bajaron bruscamente. El frió era muy intenso. Estaban húmedos y se tapaban como podían con las pocas mantas que había. Esa noche no hubo canciones. Todas temblaban acurrucados unos con otros. Los que peor lo pasaban eran la joven embarazada y los dos menores.
Al norte, en la isla española de Lanzarote, el presidente del gobierno español José Luis Rodríguez Zapatero disfrutaba de sus últimos días de vacaciones en la residencia de La Mareta junto con su esposa Sonsoles Espinosa, y sus dos hijas, Laura y Alba. La casa situada junto al mar, en Costa Teguise, fue un regalo del Rey Hussein de Jordania al rey de España Don Juan Carlos, que, a su vez, la cedió, a Patrimonio Nacional. Era el segundo verano que el presidente y su familia pasaba en esta residencia. El Estado español se había gastado más de doscientos setenta mil euros en acondicionar la casa para la familia Zapatero, unas obras que fueron supervisadas por la propia esposa del presidente español. Aquel día de verano José Luis Rodríguez Zapatero había disfrutado al atardecer de un partido de baloncesto en la propia pista de la residencia. Casi nueve mil euros había costado pintar y marcar la cancha. Jose Miguel Contreras, consejero delegado de la cadena de televisión La Sexta, un escolta y un joven asesor del propio presidente habían sido sus compañeros de partido. En un descanso, Zapatero había estado departiendo con uno de sus asesores sobre las últimas encuestas. La inmigración ilegal había pasado a ser la principal preocupación de los españoles, por encima incluso del terrorismo. No era de extrañar. En un solo fin de semana más de ochocientos cincuenta inmigrantes habían llegado en cayuco a las Islas Canarias. El continuo flujo de cayucos a las costas canarias eran portada diaria en los periódicos españoles y en los informativos de televisión y no había día que no ofreciesen las imágenes de inmigrantes muertos en las playas españolas. Incluso las encuestas confidenciales que manejaba el gobierno, esas de uso interno que nunca se publicaban en la prensa, señalaba a la inmigración ilegal como causa de la bajada en dos décimas en la apreciación de la imagen que los españoles tenían del presidente del gobierno. Rodríguez Zapatero quería acabar con esos titulares que socavaban la credibilidad de su gobierno y su propia imagen personal. Y la marea no parecía tener fin, ya que el presidente disponía de informes de los servicios de inteligencia de la Policía española según los cuales podía haber más de cuatro mil cayucos en las costas mauritanas preparadas para intentar la travesía hasta el archipiélago canario. Además del efecto en la opinión publica, Coalición Canaria, el partido que gobernaba las Islas y su socio en el parlamento español, no paraba de presionar al gobierno para que tomara medidas que acabaran con esa avalancha humana. A la vuelta de las vacaciones habría que tomar medidas, tanto por parte del Ministerio del Interior para reforzar la vigilancia como por el de Ministerio de Asuntos Exteriores para presionar a los países de origen. El día anterior había estado hablando con el Ministro de Trabajo, Jesús Caldera, para comentar los buenos resultados de la última reforma laboral, pero nada había hablado sobre inmigración. En el descanso de partido también habló con su amigo José Miguel Contreras sobre el tratamiento informativo de la emigración y también sobre los primeros pasos de la nueva cadena televisiva, La Sexta. Si -pensó Zapatero- a la vuelta de las vacaciones habría que tomar medidas, dos décimas de bajada en su imagen pública era preocupante. Pero ahora iba a continuar disfrutando de una tarde maravillosa sobre la costa Teguise. Junto a la cancha de baloncesto, en la piscina, su esposa Sonsoles Espinosa, recostada en una hamaca, disfrutaba con la lectura del Vogue.-
Al sur, cerca de las costas mauritanas, el amanecer sorprendió a los navegantes con olas de más de tres metros. El cayuco se zarandeaba de un lado a otro y los subsaharianos se acurrucaban intentando parapetarse tras los paramentos de la embarcación. La tarea de llenar de gasolina el depósito del motor se había convertido en un trabajo complicado. La gasolina desparramada iba a parar al fondo de la barca, con el agua y los vómitos, ya que todos ellos tenían el estomago revuelto. La comida estaba empapada y el fuerte aire golpeaba sus rostros, quemándoles la piel. Aquello era un infierno. En mas de una ocasión alguna ola golpeo con tal brutalidad la embarcación que ésta parecía que iba a volcar. Entraba tanta agua que todos tenían que achicarla aun con las propias manos para evitar que la barca fuera a plomo al fondo del océano. Un cielo plomizo confundían en el horizonte el mar y el cielo siendo imposible distinguir donde terminaba uno y donde empezaba el otro. El temporal duró tres días que fueron los más largos en la vida de Mamadou. Durante ese tiempo, el temporal los había empujado hacía el nordeste, acercándolos a las costas del Sahara, y el GPS les indicaba que todavía estaban a cuatrocientos kilómetros de España. Las costas de Gran Canaria y Fuerteventura parecían ser las más próximas. El agua se había terminado y la comida escaseaba. Esa noche habían perdido a un joven guineano, muerto por culpa del intenso frío. La muerte del compañero de viaje les había asestado un duro golpe a la moral de resistencia.
El quinto día de navegación amaneció con un mar más calmado. El sol comenzó a calentar y a mitad de día caía a plomo sobre la embarcación. La mezcla de agua salada, la gasolina y los rayos del sol había provocado úlceras en las piernas de la mayoría. Los labios se les habían cortado y hubieran tenido difícil comer, si es que hubieran tenido algo que llevarse a la boca, porque las provisiones se habían acabado, así como el agua. Había varios que estaban extremadamente débiles, especialmente la mujer embarazada y los niños. El motor ronroneaba empujando la embarcación en dirección noroeste. El temporal había perjudicado seriamente su potencia y apenas avanzaban unos cinco kilómetros a la hora. Ya solo unos pocos tenían fuerzas para achicar el agua y llenar el depósito del motor. Mamadou y su primo Cheikh sentían que las fuerzas se le escapaban. Especialmente Cheikh, que pasaba la mayor parte del tiempo adormilado y sin apenar fuerzas para incorporarse. El frío durante la noche era intensísimo. Perdieron la noción del tiempo. Se turnaban para gobernar la embarcación, pero en más de una ocasión aquel a quien le tocaba, ya no se levantaba. Perdían el conocimiento, como paso previo a la muerte por frío e inanición. Optaron por arrojar los cadáveres por la borda, algo contrario a su religión, pero una medida necesaria por salubridad. Mamadou lloró lagrimas de rabia e impotencia cuando tuvo que lanzar por la borda el cuerpo de la joven embarazada y los de los dos niños. Ya no sabía los días que llevaban en el mar. El GPS no funcionaba. O se habían acabado las pilas o el temporal lo había estropeado. La última indicación señalaba que la isla española de Fuerteventura estaba a cincuenta y cinco kilómetros hacia el oeste, pero ya apenas tenía fuerzas para gobernar la embarcación. Cheikh yacía en la barca. No se movía y apenas abría los ojos unos minutos al día. Mamadou se abrazaba a él durante las noches intentando darse calor mutuamente. Le susurraba al oído palabras de ánimo, pero una noche de intenso frío murió en sus brazos.-
A unos ochenta kilómetros al norte, la familia del presidente de gobierno español José Luis Rodríguez Zapatero había decidido aprovechar que el día había amanecido con un mar en calma después de varios días de temporal, para salir de excursión marítima por las calas del sureste de Lanzarote. Así Sonsoles Espinosa, esposa del presidente, podría practicar su deporte favorito, el buceo. La embarcación del presidente iba escoltada por tres lanchas zodiacs de la Guardia Civil ocupadas por agentes del Servicio Especial de Actividades Subacuáticas de la Guardia Civil y personal de Seguridad de La Moncloa adiestrados en el buceo y que se zambullirían junto a la esposa del presidente para velar por su seguridad. A una milla la patrullera M 04 de la Guardia Civil vigilaba para que nadie accediese a la zona acordonada para el disfrute y la tranquilidad de la familia del presidente. Esta patrullera con base en Fuerteventura había sustituido a la que habitualmente patrullaba las costas de Lanzarote y que estaba en reparación después de chocar en las inmediaciones de Órzola. Mientras su esposa bucea, Rodríguez Zapatero hojea El País en la cubierta del yate.
En el cayuco ya solo Mamadou dirige como puede la embarcación. Apenas tiene fuerzas para llenar el depósito del motor cuando se vacía. Algunos bebieron desesperados agua de mar y han muerto delirando. Los cuerpos de los fallecidos están hacinados en el suelo, ya nadie achica el agua y los cuerpos flotan sobre el agua que se ha acumulado en el fondo de la embarcación. Ya nadie tiene fuerzas para arrojarlos por la borda. El olor que desprenden los cuerpos de los fallecidos hace días es insoportable. Con el timón fuertemente aferrado, Mamadou dirige el cayuco siempre hacía el oeste haciendo un supremo esfuerzo de supervivencia. A veces parece descubrir tierra en el horizonte, pero es tan solo un espejismo. Poco a poco va desfalleciendo, cierra los ojos y sueña con su aldea, con su padre Abdou y su madre Awa, corretea alrededor de su pequeña casa de adobe junto a sus amigos de la infancia. En su sueño mira al cielo de África y aquel sol de su infancia es el último pensamiento que corre por su mente antes de fallecer. Su cuerpo quedó apoyado sobre el timón y así fue como lo encontraron los hombres de la embarcación de la Cruz Roja española que descubrieron el cayuco. Estaba apenas a siete millas de la costa de Fuerteventura. La noticia al día siguiente en los periódicos y en los informativos de televisión españoles fue que un cayuco con treinta y ocho subsaharianos fallecidos a bordo había sido descubierto por una embarcación de la Cruz Roja a escasas millas de las costas canarias. Lo que no podrían contar sería los detalles del drama vivido en la embarcación. Setenta vidas habían quedado truncadas en busca de su sueño de una vida mejor. Al fin y al cabo cada uno de ellos buscaba lo mismo que todos nosotros: una vida mejor para ellos y los suyos.
En marzo de 2008 el PSOE ganó las elecciones y José Luis Rodríguez Zapatero volverá a ser presidente del gobierno durante la próxima legislatura. A los pocos días de su victoria, Zapatero anunció a Jesús Caldera, hasta entonces ministro de Trabajo, que no continuaría en el gobierno. Corre por los medios periodísticos una conversación entre Zapatero y Caldera, cuya autenticidad se ha confirmado por el entorno de ambos. "Jesús, te vas por que tu política de inmigración me ha costado muchos votos" –le dijo Zapatero al ministro Caldera, que le respondió "Será la tuya, presidente", terminando la conversación cuando Zapatero le dijo "Bueno. Es lo mismo, el que se va eres tú".
En el cementerio de Puerto del Rosario en la Isla de Fuerteventura entre los varios nichos anónimos de emigrantes fallecidos hay uno con una inscripción sobre el cemento sin lucir que dice “D.E.P. Emigrante sin identificar. 27-08-2006”. Allí, sin que nadie lo sepa, yace Mamadou. Lejos de los suyos, sin nadie que le rece ni cuide de su tumba. El triste destino de cientos y cientos de inmigrantes.-