sábado, 14 de noviembre de 2009

Cuentos de la Edad Media

La Edad Media es una época en general mal vista y desprestigiada, con fama de oscura, marcada por los fanatismos religiosos, la opresión de los Señores feudales y peligrosa por las guerras y las epidemias mortales. Esta es la imagen que nos han vendido y algo de cierto hay en todo ello, pero de la lectura de libros como el Decamerón o los Cuentos de Canterbury se desprende que también fue una época con una libertad personal y, especialmente sexual, que no encaja con la imagen de la Edad Media que nos han vendido después.
Es cierto que desde la Iglesia Católica se pretendía imponer restricciones al sexo y así, la abstinencia sexual era obligatoria los cuarenta días previos a la Navidad, Pascua o Pentecostés, los domingos y en las festividades de santos y vigilias. Restando todos estos días, a los católicos escrupulosos con los mandamientos de la Santa Madre Iglesia sólo le quedaban 90 días para el fornicio, a los que si restamos los días de la menstruación de la mujer, podían quedarse en tan sólo unos 60. Había quien hacía de la abstinencia virtud. Así Cesáreo, obispo de Arlés, decía que “el buen cristiano no conoce a su mujer si no es con la intención de tener hijos” y el cardenal Robert de Couçon incluso llegaba a decir, el muy iluso, que “al hombre devoto le disgusta sentir placer, pero lo soporta para engendrar hijos”.
Esto es lo que defendían algunos desde las altas instancias de la Iglesia Católica, pero no parece que los propios religiosos predicasen con el ejemplo. En el Sínodo de París de 1074, setecientos años después de que el Concilio de Nicea prohibiese el matrimonio para los sacerdotes, la queja generalizada de los asistentes era que la ley del celibato era insoportable. En la realidad no eran pocos los religiosos que vivían en pareja, incluso con mujeres casadas, situación ésta que en aquella época no se consideraba especialmente escandalosa.
Parece que era de lo mas normal que una pareja viviese juntos sin estar casados. El propio San Agustín, uno de los cuatro más importantes Padres de la Iglesia Católica, opinaba que un concubinato que durase toda una vida podía equipararse al matrimonio. Y éste si que predicaba con el ejemplo, ya que convivió con una mujer durante trece años hasta que decidió casarse como Dios manda.
Las crónicas de la época están plagadas de anécdotas que demuestran que las costumbres sexuales de aquella época eran muy distintas de las de ahora, puritanas en extremo. Así por ejemplo, cuenta la historia que el rey Luis IX de Francia aprovechaba cualquier ocasión y momento del día para acosar a la reina consorte Margarita de Provenza, con gran disgusto de la reina madre que no compartía los ardores del hijo. Las bajas pasiones de la real pareja llegaban a tal extremo que llegaron a citarse en una escalera de caracol que comunicaba los aposentos de ambos, y cuando se acercaba la reina madre, los criados golpeaban las puertas para advertir a la pareja que regresaba rauda a sus respectivos aposentos. Esta pequeña debilidad del Rey Luis IX por el sexo no fue obstáculo para que a su muerte fuera canonizado. La reina consorte Margarita de Provenza también fue una buena santa, aunque sin canonizar, ya que la real pareja tuvo ni más ni menos que once hijos.
Otro ejemplo. La dinastía de los Merovingios que gobernó Francia entre los siglos V y VIII tenía dos tipos de matrimonio: el formal y otro de andar por casa, sin que fueran incompatibles el uno con el otro. Así cuando Indegonda, la esposa de Clotario, le pidió a su esposo el Rey que buscara un buen marido para su hermana, éste le dijo que “he decidido concederte el favor que tu dulzura me ha pedido. Y al buscar al hombre rico e inteligente que debía casarse con tu hermana, no encontré uno mejor que yo mismo”. Y se casó con las dos sin problemas.
Y cuando surgían las desavenencias en la pareja, cada uno tiraba por un lado y se acabó. No obstante, desde la Iglesia Católica se intentaba establecer un cierto orden y se distinguía según hubiera o no adulterio, por la mujer claro, que el hombre podía hacer lo que le saliera del pijo, nunca mejor dicho. Así entre los Dichos de San Pirmino, escritos en el siglo VIII, figura éste que es encantador: “Allí donde haya adulterio o sospecha de adulterio, la mujer será expulsada, sin más. Pero si la esposa estéril, deforme, vieja, si es sucia, borracha, mala compañía, lasciva, vanidosa, glotona, inconstante, pendenciera, si es proclive a la injuria, el esposo guardará consigo a la mujer de esta calaña, de buen grado o por fuerza, fuera como fuese, porque cuando eras libre te comprometiste voluntariamente”. O sea que si te ha tocado el premio gordo, te jodes, haber elegido mejor.
Y ya para finalizar otra historieta que ilustra como funcionaba el tema sexual por el medievo. Pedro Abelardo, fílósofo y teólogo francés, uno de los padres de la Escolástica, que es algo así como un revival de la filosofía grecolatina pasada por la túrmix del cristianismo, se enamoró perdidamente de una tal Eloisa, sobrina de un canónigo y de una inteligencia asombrosa para su sexo y su época. Abelardo, a pesar de su formación platónica, era partidario de un amor no tan platónico, y claro la susodicha Eloisa se quedó preñada. La pareja que no contaba con el consentimiento del tío de ella para casarse, optó por una socorrida solución de la época: secuestrar a la futura novia para negociar los términos de la boda con la familia de ésta. Abelardo y Eloisa deciden casarse en secreto y las disputas con la familia de la novia continúan hasta que una panda de secuaces asaltan a Abelardo en su casa y lo castran, otra fea costumbre del medievo. Abelardo decide ingresar en un monasterio y le pide a Eloisa que haga lo mismo en un convento. Desde su reclusión voluntaria ambos se dirigirán reciprocas cartas de amor, afectivas las de él, un poco subidas de tono las de ella. Y sino juzgad esta que le escribe Eloisa “Los placeres amorosos que hemos disfrutado juntos tienen para mí tanta dulzura que no logro detestarlos ni expulsarlos de mi recuerdo. Incluso durante las solemnidades de la misa, asaltan mi pobre alma y la invaden mucho más que el oficio. Lejos de lamentar los errores que he cometido, suspiro por los que ya no puedo cometer”. Luego vino Santa Teresa e inventó el amor místico, pero creo que era algo distinto a lo que experimentaba Eloisa.

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